Escrito por: Olga Rubio
Editado por: Giovanna Mendoza
Antes de ser una mariposa, sin duda, fui una abeja. Trabajaba hasta 10 horas diarias de lunes a viernes. Salía de mi casa y cada quincena regresaba con dinero. Trabajaba, comía, me divertía, viajaba y el ciclo se repetía; hasta que me embaracé. Ahí empezó mi cambio de especie.
Ser una mariposa no ha sido nada fácil, mi cuerpo tuvo que ceder espacio y organizarse mejor para que la nueva vida lo habitara. Sin descanso, durante doscientos ochenta y seis días, el cuerpo alimentó y protegió a mi hijo. Incluso aún fuera del vientre, mi cuerpo fue capaz de prolongar la alimentación a través de mis senos. “El cuerpo es sabio”, dicen mi abuelita y mi mamá. Sinceramente nunca me detuve a meditar esa frase, hasta que me convertí en madre. Claro que es sabio, crea vida con tan solo dos células, cuida y además alimenta; que importa sin en el proceso me quedaron estrías, flacidez, algunos kilos extra o celulitis; yo estoy en paz, mi cuerpo creó vida y le agradezco. Hace poco, viéndome al espejo miraba mis imperfecciones, no me gustaba lo que veía, pero me detuve a ver más allá de mi cuerpo, ví el reflejo completo, ahí estaba mi hijo feliz, jugando con papel higiénico como si fuese un cochecito, caí en cuenta que ese momento no hubiera sido posible sin mi cuerpo.
He leído que las orugas mudan piel varias veces (entre cuatro y seis), antes de convertirse en mariposas. Yo también mudé, dejé el empleo que me otorgaba independencia económica para dedicarme a la crianza, dejé amistades con las que solía divertirme en las noches, pausé mis hobbies; la última “piel” que mude fueron: las opiniones no solicitadas, el pensamiento, un tanto adultocentrista, la crianza con castigos y golpes. Dejé de preocuparme por lo que dirían y de juzgar a las demás, ya no quise caer en ese juego. Una mamá no necesita que la juzguen o señalen, necesita ser cuidada, apoyada y amada. Las mamás hacemos un gran trabajo, me atrevería a decir, que es lo más pesado que he hecho; el cansancio no es solo físico, la mente también llega a agotar todas mis fuerzas. Estamos criando, dándole forma al futuro: con amor, abrazos, compresión, nombrando cada emoción, creando personitas independientes, funcionales y conscientes y eso es trabajo.
Durante un tiempo me sentí sola. El postparto es, en ocasiones, solitario y triste. Estuve días en mi casa, sin salir. De la nada lloraba, el cuerpo me dolía, pero me dolía más la incertidumbre ¿seré buena madre?, ¿y sí se me cae de la cama? ¿sí deja de respirar en la noche y no me doy cuenta? Yo sé que quería ser madre, pero ¿por qué no me siento feliz como en las películas? No era yo, dejé de ser optimista y alegre, para convertirme en un saco gris de tristeza, preocupaciones y desbordes emocionales. La mujer anterior ya no estaba, ahora se presentaba una que no sabía que existía. Temí que mi esposo me abandonara, estaba frágil y encima tenía que cuidar a un bebé de meses sola, sin tribu a mi alrededor. Salir de ahí no ha sido fácil, poco a poco lo voy logrando, aceptando que está bien no sentirse bien, como dijo Karol G, “…es normal, no es delito, y mañana será más bonito”.
El cambio de mujer a madre ha tenido sus puntos a favor y en contra. Me ha desbloqueado habilidades y miedos que no sabía que existían. He mejorado mi capacidad para respirar, para contener mis emociones ante una “travesurilla”. Al parecer puedo ser multitasking pero en nivel pro, premium. Cuando salimos al parque, una mano está destinada a controlar el montable, y la otra se hace cargo de domar a la bestia, no es mi hijo, es mi perrita. Mis habilidades culinarias mejoraron en gran medida. Puedo reconocer el llanto de mi hijo a una distancia considerable, y también identificar cuando necesita algo de mí. He desarrollado nuevos talentos, pero también me han surgido miedos que me mantienen despierta. Ver las noticias por la mañana, a veces no es la mejor opción; mirar la cantidad de accidentes, muertes y desapariciones, me inquieta. Si bien, algunos dirán que no me debo preocupar tanto porque mi hijo es un varón, me preocupo porque es una vida, es un niño aún. Me preocupo cuando salimos al súper, al centro comercial, a los juegos; necesito vigilar su entorno, ubicar si hay algún “depredador” cerca y cuidarlo como una leona. Se que también tengo que darle libertad y lo hago, lo que menos quiero es encerrarlo en una jaula, quiero que sea libre y feliz; pero desde el punto en el que yo esté, lo vigilaré, así como los halcones.
Días atrás me sentí una mariposa, pude salir sin terminar manchada de comida o de baba; me vestí, me peiné y me sentí bonita, solo para mí. Un pequeño destello de mi antigua yo apareció. Entendí que todo pasa, nada es eterno, habrá días mejores que otros.
Hoy disfruto del presente, me enamoro de las expresiones de mi hijo cuando ve algo por primera vez, de su repertorio de vocabulario que contiene palabras como “vevo, abua, listo”. Puedo disfrutar un poco más con mi pareja, a quién agradezco su amor y de su cuidado, sin su apoyo, no sé sí hubiera salido de esa fase gris de mi vida.
Hoy siento que respiro un aire diferente. Hoy soy el flamenco que está recuperando su color.