Escrito por: Tania Jess Vázquez H.
Editado por: Giovanna Mendoza
No me gusta fumar. Mi madre me enseñó cuando estaba en la pubertad. Mejor que lo sepas por mí que por alguien más, palabras más, palabras menos, pero fue lo que mi madre me dijo. Lo intenté. Pero no me hallé. Me mareaba. Me dolía la cabeza. Lo intenté en mis años de juventud cuando necesitaba encajar en algún círculo de amigos. Cambié de círculo de amigos varias veces. Durante el CCH, más fácil.
Las “ñoñas” con las que iba a la Biblioteca Central a hacer la tarea. Sí, desde la terminal de autobuses del norte hasta Ciudad Universitaria, para buscar información sobre Rosario Castellanos y su Balúm Canán. Nos fue bien en esa tarea. Y yo gané el haber conocido a la Chayo, beneficio mayor que el 9 de calificación que obtuve en esa materia.
También fui parte de otro grupo donde recibimos como apodo “el comando Melvin”, ni me acuerdo por qué pero así nos llamaban o nos auto nombramos, no tengo claridad en ese detalle, tampoco creo que sea en extremo relevante. Igual éramos muy ñoños. Creo que todas en ese grupo se dedican hoy en día a la medicina menos yo. Lo más cercano que tengo a la medicina es la obsesión por los dientes y quienes los limpian y acomodan. A veces creo que hubiera sido buena en ese campo ¿cómo saberlo a estas alturas de la vida?
Con quienes sí me hallé fue con el grupo de coro. El universo musical me abrió las puertas al mundo: creativo, artístico, el de la expresión. El de pensar que podría vivir de lo que me apasiona. Sólo uno de nosotros es profesionalmente músico, el resto la amamos con el alma y nos arreglamos la vida de otras maneras que poco o nada tienen que ver con la sucesión de sonidos y silencios.
Nos juntábamos para cantar en nuestras pijamadas las mismas canciones que estudiábamos durante las tardes en el coro, pero jugábamos a cambiar de roles. Las sopranos cantaban la melodía de los bajos; las contra-altos, que en realidad éramos sopranos muy tímidas, nos esforzábamos en derribar esa timidez con las melodías más agudas. Obviamente nadie fumaba, por aquello de cuidar la voz.
Ni siquiera en la carrera fumé. Y eso que muchos compañeros lo hacían. Pero resistí a la moda, a la necesidad de encajar. Ni siquiera me doblegué cuando me rodeé de escritores, jóvenes promesas que habíamos sido seleccionadas para un curso de verano de escritura en Xalapa, donde nadie era mayor de 20 años o apenas cruzaban ese límite. Todas y todos, ligeramente más adultos que yo, fumaban. Tampoco ahí cedí al cliché del escritor con el vicio del tabaco. Quizá por eso no he publicado ni ganado ningún concurso de escritura, menos de dramaturgia, me falta cliché.
Pero el perro amor. Pinche jodido y desgraciado amor. Te orilla a hacer cosas idiotas. Como fumar y agarrarle el gusto “no más a los de clavo”… pues porque dejan un sabor rico en los labios. Pues sí, eran los que el ex fumaba. Un cigarro más en sus pulmones era un día menos de vida, decía. Pésima mentalidad para fumar, si me lo preguntan ahora que ya no me duele tanto recordarlo y que puedo mirarlo con más objetividad.
La claridad que da la distancia, el bendito contacto cero. Te “desnubla” la vista. Ya sé que esa palabra no existe, pero para hablar del efecto del cigarro, que por ende involucra el efecto de mi ex, en mi cuerpo, se vale una que otra licencia poética. Como las licencias que tomamos en esa relación.
El cigarro me nubla la vista. Al menos me la altera, me marea. El pulso se me modifica, pendulea entre el acelere y desacelere de su beat. Y eso confunde a mi arritmia. Porque además de todo, tengo una arritmia. Ya todo mal desde ahí. No debería confiar en mi corazón que no late con normalidad. Desde ahí hay un desvarío físico, cardiaco, sistemático, naciente desde la bomba de sangre que me mantiene de pie. Si hay un error en el motor, ¿qué órgano me dirigirá emocionalmente? Pienso que los pulmones. La respiración es clave para existir, para transitar del estrés a la calma. En la respiración se manifiesta lo que nos trastoca de los estímulos externos. Y para qué ponerme científica si es bien sabido que sin respiración no existimos cotidianamente, por eso la importancia de ese primer jalón de aire al nacer. Determina la estancia en el mundo. Por eso en el yoga se insiste tanto en la respiración, algo deben tener los pulmones que, además, están bastante cerquita del corazón. Debería confiar más en ellos y no dañarlos con el cigarro.
Pero el perro amor. Pinche-jodido-nublador de vista-generador de incongruencias-detonador de traiciones personales. Te hace aceptar lo que jamás creíste firmar.
Se empieza con decir: sólo es humo. Y te conviertes en una fumadora pasiva. No te importa el humo con tal de pasar unos minutos de intimidad con quien tiene el vicio destructor. Porque creo que eso sí debo aceptarlo. Fumar genera intimidad. Comunidad. Compañía. Manada. Complicidad. Y a fin de cuentas, eso es prácticamente lo que quiero crear con la persona que amo.
Y entonces acepto. Primero el humo. Luego una “probadita” de su cigarro. Lleno mis pulmones, toso un poco. Sujeto su mano, la que tiene libre, la otra sostiene el cigarro. Me mareo, dolor en la cabeza. Me abraza de la cintura. Se termina el cigarro. Sellamos los minutos de intimidad con un beso sabor a clavo. Luego voluntariamente me ofrezco a acompañarlo a fumar. Voluntariamente me digo que el sabor a clavo no está tan mal, voluntariamente fumo un cuartito de cigarro, la mitad, uno completo. Sólo estando con él puedo fumar. Hacemos comunidad. Voluntariamente. Sólo él y yo. La comunidad voluntaria del cigarro y el amor.
Y entonces veo que me convierto en mi peor enemiga porque elijo joderme un poco los órganos que decidí iban a guiarme, porque no podía confiar en mi corazón y ahora mis pulmones no confían en mí. Doblemente traidora.
Porque pienso que vale traicionarse un poquito para tener amor. Porque se dice que de eso se trata el amor, de negociar, de estirar y aflojar, de pequeños sacrificios. Mis pulmones a cambio de amor. Porque pienso que tontamente, de manera romántica, es bello compartir el vicio, como si juntos muriéramos un poquito al mismo tiempo. Incongruente, retorcido y decepcionante amor que genera estos pensamientos que están lejos de cualquier anhelo de vida. Se me extingue el amor propio al mismo tiempo que se vuelve cenizas su cigarro.
Tengo una pregunta constante en mi cabeza: ¿Por qué fuma? No me basta la respuesta del día menos por cada cigarro. Debe haber algo más que ese pensamiento diminuto, conformista y reduccionista de la vida. Me sumerjo en la búsqueda de una respuesta que me conforte el alma, que me lleve a entender…
Relaja. Sabe rico. Tranquiliza. Te pone en paz. Le agarras el gusto. Es un ritual. Por imitación. Para generar manada. Pertenencia. Para pasar un tiempo con las amistades en un relax . Descansar. Para no usar fluoxetina.
Y anoto todas las virtudes que tiene el cigarro, son más de las que espero y siento muy dentro de mí que las entiendo todas, por lo que entiendo bien el proceder de mi ex, su inseparable vicio. Y pienso entonces que es más fuerte un vicio que su capacidad de tener una relación conmigo. Que todo lo que yo soy no alcanza a cubrir todos los efectos del cigarro en su cuerpo.
Porque además, en mi cuerpo, el cigarro tiene un efecto totalmente opuesto:
Me marea
me excluye
me duele la cabeza
me acelera el pulso
me pone triste
me altera la calma
me hace sentir que no soy yo. Sin ritual, sin comunidad.
Nada.
El humo cimbra dentro, profundo. Doloroso, sin un rastro de placer.
Pero hay algo que quiero entender, y me inventé un ritual para intentarlo: fumar mientras escribo esto. Como si me ayudara a descifrar qué ingrediente natural o sintético me hizo falta para que él siguiera sosteniendo mi cintura con su mano desocupada.
El cigarro es más fuerte que el amor… al menos el que tenía para mí.
¿cómo me desintoxico, me desnublo la vista, me interiorizo en mi arritmia y mi respiración profunda cómo desarmo – desamo a éste ser?
¿cómo des-quito el poder que le otorgué?
¿cómo desfumo y limpio mis pulmones?
desbesar mi cuerpo de su lengua
destocar mi cabello de sus manos
desandar el tiempo compartido.
a qué cenizas me reduzco
He decidido fumar mi último cigarro.
Pongo fin al cruel experimento al que sometí a mis pulmones y traicioné mi corazón.
Algo remueve el último sabor a clavo. Caminata lenta, mareo, eso es lo de siempre, pero se suman algunas náuseas y unas inexplicables ganas de llorar. Como si haber llenado mis pulmones de sabor a clavo me hubiera trastocado el pasado, ese que yo había dejado muy atrás, según, pero más bien estaba escondido, enterrado, en algún recoveco de mi cuerpo.
Y me duele el estómago y un nudo en la garganta y la impotencia de llorar, todo al mismo tiempo. Es mi último cigarro, me digo, ya no quiero seguir haciendo esto para entender. Con estas cenizas cierro esta búsqueda de comprender por qué él sigue eligiendo el acto de fumar, por qué ya no sostiene mi cintura, por qué no puedo encontrar ninguna satisfacción en este vicio. Quiero dejar de entender el efecto del tabaco en mi cuerpo, con cada cigarro me queda más claro que no es algo que me venga bien, como tampoco lo es seguirme empeñando imaginar que puedo estar de nuevo con él.
Presiono la colilla sobre el concreto, con fuerza, despacio, que se extinga el fuego, que no queden cenizas, que se derribe el viejo refrán que ha sido una sentencia. Se terminó el intento de crear un vicio. Se terminó el intento de tener pertenencia. Se terminó el efecto del amor en mi cuerpo.
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